Resumen:
Juan de Yepes Álvarez nació en el seno de una familia noble de Fontiveros (España, Castilla y León). Su padre era caballero. Pero el niño se vio afectado por la muerte de varios de sus parientes y, a los cinco años, fue enviado a un orfanato. Fue entonces cuando la Virgen María le salvó en el último momento de morir ahogado. Recibió una excelente educación en el colegio de los jesuitas de Medina del Campo (España, Castilla y León). Tras considerar la posibilidad de hacerse ermitaño y cartujo, tomó el hábito religioso con los carmelitas de Medina. Sus superiores le enviaron a la Universidad de Salamanca, una de las más prestigiosas de Europa en aquella época, para continuar sus estudios. En tres años, adquirió un profundo conocimiento de las corrientes filosóficas y una impresionante formación teológica. Fue entonces cuando escribió un texto en el que afirmaba que la búsqueda de experiencias místicas conducía a la iluminación, pero en ningún caso a la unión con Jesús.
Inició la reforma del Carmelo español en 1568, tras la llamada de Santa Teresa de Ávila. Fundó los llamados "Carmelitas Descalzos", con el deseo de volver a la regla original de su orden, limitando las reformas y suavizaciones históricas. En este marco, el santo emprendió una vasta reforma administrativa, material, espiritual y psicológica.
También fue en este marco en el que escribió sus principales obras a lo largo de los años. Su proyecto era servir a sus hermanas y hermanos carmelitas en el campo de la vida contemplativa. Para ello elaboró un marco general, un telón de fondo espiritual, en el que describió y diseccionó el camino del alma hacia Dios. Su famosa palabra «nada» -utilizada para describir la incapacidad del alma para representarse a Dios de un modo sensible y figurado- tiene su origen en su discernimiento en favor de los carmelitas de Béas (Huelva, España).
Como en todo viaje, hay etapas y obstáculos que el santo prevé, por experiencia, eliminar. Y entre los peligros a los que se enfrentan los cristianos en su camino hacia Jesús está el deseo de representarse mentalmente al Salvador, porque estas representaciones -por muy respetuosas y minuciosas que sean- siguen siendo ajenas a la revelación bíblica: un Dios aprehensible por los sentidos, un Dios-imagen, dotado de formas, de corporeidad, localizable en el espacio euclidiano. Para el autor de La subida al Carmelo, el Dios de Jesucristo no es nunca un producto de la imaginación, del que debamos desconfiar. En su trascendencia, el Señor está más allá del espacio y del tiempo, pero también más allá de lo sensible, más allá de toda forma. Esta postura tiene una importancia decisiva, porque si la imaginación sustituye al Dios de los cristianos por una percepción antropomórfica, el creyente corre el peligro de adorar no al Señor mismo, sino a un ídolo.
La prudencia (evangélica) permite discernir lo que viene de Dios de lo que viene de otra parte, del hombre o del demonio. Las manifestaciones sensibles de la vida mística (visiones, éxtasis, etc.) pueden ser de origen diabólico o psicológico, o ambas cosas. En consecuencia, no debemos dar crédito a las personas -incluso buenos religiosos- que privilegian la dimensión sensorial de la vida espiritual. Retomando la clasificación agustiniana de las visiones en tres categorías desiguales (de abajo arriba: visiones corpóreas, imaginativas y espirituales), niega todo valor real a los hechos "corpóreos", que considera ciertamente posibles, pero siempre accesorios y superfluos, y que pueden incluso, en ciertas circunstancias, convertirse en un peligro de extravío.
La fe en Jesucristo no es credulidad ni búsqueda de signos tangibles, sino confianza en la Palabra de Dios hecha carne. Escribe: "Él [el creyente crédulo] puede recibir detrimento en sí mismo tocante al mérito de la fe, porque al hacer gran mención de estos milagros [ donde hay más signos y testimonios, hay menos mérito en creer"(La subida al Carmelo, 3, 33).
El único sujeto de la fe es Jesucristo, continuado por la Iglesia a lo largo de la historia. En esencia, está por encima de las contingencias del mundo y de todas las representaciones que podemos hacernos de Dios. Es una "noche" oscura, no en el sentido de una especie impensable, sino porque sobrepasa la razón humana. "La fe [...] es oscura porque nos hace creer verdades reveladas por Dios mismo, que están por encima de toda luz natural..." (Lasubida del Carmelo, 2). La fe es como una escalera que penetra " hasta las profundidades de Dios" (La Noche Oscura, 17). Sólo una fe así puede detener los ataques del diablo y la tibieza religiosa.
¿Cómo podemos elevarnos por encima de las circunstancias materiales? Juan de la Cruz, como experimentado director de decenas de monjas carmelitas, conocía la longitud y la dificultad del camino del alma hacia Dios. En una nota a una de sus dirigidas en el convento de Ávila (España), escribía: "Quien no sabe apagar sus apetitos, viaja hacia Dios como un hombre que tira penosamente de un carro hasta la cima de una colina". ¿Cómo se sube al monte Carmelo? Juan establece un campamento base espiritual que considera decisivo: Dios es espíritu y, como tal, no puede ser conocido ni por los sentidos ni por ninguna de las facultades naturales. La razón, por su parte, alcanza ideas generales, pero el Dios de la Biblia está más allá de esas ideas. Para emprender nuestro camino hacia Él, necesitamos estar disponibles, apartar nuestra vida de las cosas (de la vida mundana, del ruido de la sociedad humana), y luego rezar, ayunar, leer y meditar. En una palabra: vivir como un contemplativo.
Tampoco se trata de acumular conocimientos y habilidades diversas, incluso en teología. Se trata de abrir poco a poco tu ser a Dios, que no es "nada" comparado con las ideas e imágenes que tenemos de él. Señala: "Para llegar a saberlo todo, asegúrate de no poseer nada [...] Para llegar a serlo todo, asegúrate de no ser nada de nada..."(La subida al Carmelo). Incluso en la cima de la montaña, no hay nada (La Montaña del Honor y la Gloria de Dios), es decir, nada humano, nada ajeno a lo espiritual.
Si el intelecto rechaza esta "nada", si es incapaz de pensar, si multiplica los razonamientos como tantos escollos en el camino, el creyente debe procurar no evadirse -San Juan de la Cruz nunca cae en el fideísmo-, sino purificarlo dejándolo a disposición de la gracia.
La búsqueda de Juan está llena de realismo. Todo el ser humano debe ponerse bajo la mirada de Dios: entendimiento, voluntad, memoria, sensibilidad, imaginación... Es lo que él llamaba la "noche del alma". Si no es así, se corre el riesgo de que el viaje se interrumpa, porque el místico camina como a tientas por la noche de la fe, en un estado de pobreza evangélica donde nada cuenta salvo Dios.
De hecho, el alma progresa a través de purificaciones sucesivas: un esquema similar al de las "siete moradas" de Santa Teresa de Ávila. En conjunto, los dos santos reformadores comparten un punto de vista similar: la vida mística, que consiste en recorrer las etapas que conducen al Dios de la revelación, es progresiva. Requiere un marco humano. Tres de estas etapas son esenciales: el principiante debe pasar una primera prueba purificadora, que con demasiada frecuencia le desanima, porque implica superar la aridez espiritual y desprenderse de las representaciones que tiene de Dios. En resumen, se trata de despojarse de todo lo que en el hombre procede de la naturaleza, a través de lo cual el demonio puede interferir.
Luego está la vía "iluminativa", o el paso de la oración a la contemplación y al conocimiento de Dios: una absorción mística que es al mismo tiempo una dilatación de la inteligencia y del corazón, una forma de conocimiento que se da sin mediación alguna.
Por último, la vía "unitiva" es la de la unión del alma con su Creador: el punto culminante de la vida de todo bautizado. A esta cima se llega cumpliendo la voluntad de Dios, sometiendo la inteligencia y la voluntad a la enseñanza de la Iglesia, pero abandonando antes el propio yo al borde del camino.
Concluyamos señalando que toda la obra de Juan de la Cruz es extraordinariamente coherente. El santo recapitula y va más allá de lo que sus predecesores habían dicho sobre estas cuestiones. No se contenta con describir la obra de la gracia en el corazón humano, sino que analiza maravillosamente las condiciones y consecuencias (psicológicas y antropológicas) del encuentro entre el alma y Dios.
Como hemos visto, el "doctor místico" explica cómo la pasión por los signos sensibles (éxtasis, visiones...) es el árbol que oculta el bosque de la fe, que extravía al caminante de Dios hacia la credulidad. Pero , por todo ello, nunca rechaza sistemáticamente los signos auténticos de Dios. En efecto, ¿cómo podría hacerlo, cuya vida ha estado jalonada de experiencias extraordinarias? No duda en señalar un prodigio cuya realidad y autenticidad deben ser siempre reconocidas por la Iglesia, y describe con un impresionante sentido de la observación y una perfecta maestría teológica la transverberación con la que fue agraciado, como Santa Teresa de Ávila (Llama de Amor viva, 2, 9). A sus ojos, el arrobamiento, siempre fuera del ámbito de la fe, puede clasificarse como un fenómeno somático que expresa un estado o etapa particular en la ascensión hacia Dios.
La meta última de Juan de la Cruz -la cumbre del camino místico- puede resumirse en una palabra, un neologismo: endieusement ( "endiosamiento ", Bernard Sesé), es decir, la situación espiritual en la que Dios y el alma se hacen uno.