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TODAS LAS RAZONES PARA CREER
Miracles eucharistiques
n°11

Italia, Bologna

12 de mayo de 1333

Una hostia se acercó a ella

Imelda mostró desde muy joven un fervor y una madurez espirituales notables. En efecto, se entristecía cada día por tener que esperar hasta los catorce años para comulgar con el Santísimo Sacramento. Durante la misa del 12 de mayo de 1333, a la que la niña de once años asistía como de costumbre, una hostia consagrada se elevó y acercó a ella, indicando al sacerdote que podía darle la Comunión. El sacerdote dio entonces la comunión a Imelda, quien, unos instantes después, exhaló su último suspiro, mientras su rostro irradiaba una luz prodigiosa. Este prodigio bien documentado, debidamente reconocido por la Iglesia católica, es inseparable de la personalidad de Imelda, proclamada beata por el mismo magisterio.

Razones para creer:

  • El relato fue escrito poco después del acontecimiento: las fuentes documentales están perfectamente autentificadas y fechadas en 1333. Los documentos que atestiguan el acontecimiento son unánimemente conocidos por la familia religiosa de Imelda, las autoridades eclesiásticas y los historiadores.
  • La historia del milagro no pudo ser inventada por Imelda, las monjas o el sacerdote. Imelda murió inmediatamente después, y las monjas y el sacerdote que celebraba la misa no tenían ningún interés en mentir. Todos los relatos del acontecimiento mencionan el asombro general de los presentes en la iglesia.
  • Las monjas dominicas del siglo XIV no tenían gusto por lo maravilloso: en ninguna parte hay rastro de un relato similar en esta región de Italia en aquella época. Además, la Edad Media no valoraba la infancia, ni siquiera en los círculos religiosos: ¿por qué iban a hacer una excepción las monjas de Bolonia?
  • El milagro fue validado tras una investigación canónica.
  • No fue el milagro lo que llevó a la Iglesia a proclamar beata a Imelda, ya que se trató de una beatificación "equipolente": un procedimiento excepcional que permite prescindir de los milagros.
  • El cuerpo de Imelda permaneció intacto durante décadas. Ahora puede verse en la iglesia de San Segismundo de Bolonia (Italia).

Resumen:

Imelda, nacida Madeleine Lambertini, vio la luz en Bolonia (Emilia-Romaña, Italia) en 1321. Su familia pertenecía a la aristocracia municipal, lo que los llevó a considerar pronto, como era común en esa época, el futuro matrimonio de su hija.

La niña recibió una educación acorde con su estatus y desarrolló un fuerte gusto por el estudio. Por encima de todo, le gustaba leer la Biblia y rezar: no es de extrañar dada la firme fe compartida por su familia  y la orientación reliiosa en la educación de sus hijos.

La madurez espiritual y psicológica de Imelda, precoz y poco común, era evidente para quienes la rodeaban. Albergaba un doble deseo: entregar su vida al servicio de Dios y recibir cuanto antes el Santísimo Sacramento. Consciente de que la Iglesia de la época establecía los catorce años como la edad mínima para la comunión,  esta espera le resultaba insoportable: ésta era una clara característica de la riqueza de la vida mística de Imelda.

A los diez años, tras superar muchos obstáculos -dado que sus padres se habían opuesto firmemente a su vocación religiosa-, fue admitida en el noviciado dominico del convento de Santa María Magdalena de Bolonia, al que su familia asistía y apoyaba. Adoptó el nombre de Sor Imelda.

En el convento, compartió las experiencias comunes a todas las jóvenes monjas dominicas: devoción, respeto por las reglas, gusto por la contemplación y largas horas de oración ante el sagrario. Lo "maravilloso" no formaba parte de su vida. Sus hermanas se dieron cuenta del creciente deseo de Imelda por recibir la comunión. No se trataba sólo de acceder materialmente a la comunión eucarística, sino de participar, a través de ella, en la vida trinitaria revelada por Cristo y confesada por la Iglesia.

El 12 de mayo de 1333, al sonar la campana que anunciaba la celebración de la misa, acudió a la capilla acompañada de las hermanas más jóvenes de la comunidad. Lloró al recordar que ¡su confesor le había prohibido una vez más comulgar a causa de su edad! Tenía once años. Como siempre, demostró una abnegación ejemplar y rezó con una fe contagiosa.

En el momento de la comunión, mientras las hermanas adultas estaban arrodilladas al pie de la reja del coro, una hostia "se elevó del copón", a unos dos metros del suelo, y se dirigió hacia Imelda, que había presenciado el inicio de este prodigio. La hostia atravesó la distancia que separaba al sacerdote de Imelda, unos pocos metros, en una fracción de segundo, y luego se detuvo en seco "sobre la cabeza" de la beata. Tanto las monjas como el celebrante también lo vieron. Este último no se atrevió a hablar ni a moverse. Estaba petrificado, dicen los testigos.

Al cabo de un momento, el sacerdote se recompuso y caminó con precaución hacia Imelda, sosteniendo la patena entre las manos. La hostia, que aún flotaba en el aire, se posó sobre la patena. El sacerdote comulgó con Imelda quien se postró, cerró los ojos y comenzó a rezar. Parecía estar ausente. ¿Arrebato o malestar? La beata había caído en éxtasis: cuando las monjas fueron a recogerla, después de haberla llamado en vano, su rostro irradiaba una luz prodigiosa y sus facciones expresaban una alegría inefable. Acababa de morir.

Imelda fue apodada más tarde la "flor de la Eucaristía", por su amor por la comunión. Su cuerpo fue enterrado en la cripta del convento, donde se erigió una tumba de mármol y las monjas cantaron una antífona litúrgica en su honor, con la aprobación de las autoridades eclesiásticas.

Horas después de su muerte, las monjas notaron el inusual estado de conservación de su cuerpo: elasticidad de la piel, flexibilidad de los miembros, ojos idénticos a los de una persona viva... Cuando en 1582, las monjas dominicas se trasladaron al interior de la ciudad de Bolonia, obtuvieron permiso del arzobispo para trasladar las reliquias de Imelda a la iglesia de San Segismundo, donde reposan hasta hoy.

El Papa León XII beatificó a Imelda en 1826. Desde 1333, la memoria de los hechos se transmite tanto en el seno de la Orden de los Dominicos como entre el clero italiano. En 1908, Pío X declaró a Imelda patrona de los Primeros Comulgantes. Finalmente, el 8 de agosto de 1910, un decreto papal (Quam Singulari) estableció que los niños de siete años podían ser admitidos a la Primera Comunión.

Patrick Sbalchiero


Más allá de las razones para creer:

Imelda representa el anhelo de comunión que nace de la plena conciencia del tesoro de este sacramento. "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6,56). Cada vez que recibimos la Eucaristía con fe, nos parecemos más a Jesús.


Ir más lejos:

Jean-Joseph Lataste, La Bienheureuse Imelda Lambertini, 1866, Poussielgue.


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