Imperio Romano
Finales del siglo I, principios del siglo II
Ignacio de Antioquía: sucesor de los apóstoles y testigo del Evangelio
Primer líder de la Iglesia de Antioquía tras el periodo apostólico, Ignacio fue arrestado bajo el emperador Trajano y llevado prisionero a Roma, donde murió como mártir entre los años 107 y 117. Durante su viaje, escribió cartas -de las que se conservan siete- a diversas iglesias, en las que exponía los fundamentos esenciales del cristianismo, en particular la muerte, resurrección y divinidad de Jesús. Por su vida, muerte y enseñanzas, Ignacio fue un eslabón clave en la cadena de transmisión que atestigua la verdad del cristianismo.
Martirio de San Ignacio de Antioquía, siglo XVII, Galería Borghese, Roma / CC0/wikimedia
Razones para creer:
Las fuentes históricas de que disponemos atestiguan que Ignacio era el jefe de la Iglesia en Antioquía a comienzos del siglo II (testimonios de Policarpo de Esmirna, Ireneo de Lyon, etc.).
De él se conservan siete cartas, en las que enseña, sin ambigüedad posible, sobre la muerte, resurrección y divinidad de Jesús. Estas cartas son reconocidas como auténticas por todos los historiadores, independientemente de sus convicciones religiosas.
Esto significa que las doctrinas esenciales del cristianismo no son interpretaciones tardías o malentendidos de la enseñanza apostólica, sino que la muerte, resurrección y divinidad de Jesús, así como su obra de salvación y todas sus consecuencias, fueron creídas y enseñadas por los cristianos desde el principio.
San Ignacio de Antioquía selló su enseñanza con su martirio en Roma durante el reinado del emperador Trajano (probablemente entre 107 y 117). Las doctrinas que enseñó no eran, pues, especulaciones intelectuales, sino certezas por las que comprometió su propia vida.
La resurrección de Jesús y su divinidad no son opiniones irracionales o hipotéticas, sino que se basan en el testimonio directo de los apóstoles, a quienes Ignacio conoció personalmente.
Resumen:
Ignacio de Antioquía fue el segundo líder conocido de la Iglesia de Siria después de los apóstoles. Según la tradición, sucedió a Evodio, que presidió la Iglesia de Antioquía al final de la era apostólica.
Al final de su vida, fue arrestado por los romanos y conducido a Roma bajo escolta, donde murió mártir. Se desconoce el año exacto de su martirio, pero se sabe que fue bajo el emperador Trajano, que reinó del 98 al 117. Los historiadores se inclinan por una fecha entre el 107 y el 117. Los historiadores se inclinan por una fecha entre 107 y 117. Tampoco se conoce la fecha de su nacimiento, pero parece que en el momento de su muerte era ya un hombre maduro, lo que podría situarlo entre los años 40 y 60 d.C. Formaba parte, por tanto, de la primera generación de cristianos después de los apóstoles.
Durante su viaje a Roma, escribió varias cartas. Seis iban dirigidas a comunidades cristianas (los Efesios, los Magnesios, los Tralianos, los Romanos, los Filadelfos y los Esmirnios), y una a un cristiano en particular, Policarpo, obispo de Esmirna. Estas cartas son importantes, porque muestran que los fundamentos del cristianismo -la muerte de Jesús, su resurrección, su divinidad, la obra de la salvación y todas sus consecuencias- ya eran bien creídos y enseñados por los cristianos de aquella generación: "Haced, pues, oídos sordos cuando alguien os hable de otra cosa que no sea Jesucristo, del linaje de David, nacido de María, que verdaderamente nació, que comió y bebió, que verdaderamente fue crucificado y murió, a la vista del cielo, de la tierra y del infierno, que también verdaderamente resucitó de entre los muertos. Fue su Padre quien lo resucitó de entre los muertos, y es también él, el Padre, quien a su semejanza nos resucitará a nosotros, los que creemos en Jesucristo, sin el cual no tenemos vida verdadera"(Carta a los Tralianos, IX).
Estas doctrinas esenciales no son, pues, interpretaciones tardías o malentendidos de la enseñanza apostólica, como algunos pretenden. Este punto es tanto más importante cuanto que estas cartas son reconocidas como auténticas por todos los historiadores actuales.
Además, la enseñanza de Ignacio fue confirmada -sellada, podríamos decir- por su vida y, sobre todo, por su muerte. Para él, estas doctrinas no eran meras especulaciones intelectuales. Al contrario, son certezas por las que compromete su propia vida. En sus cartas, insiste en que está dispuesto a morir por Cristo, porque ve esta muerte como una ganancia. A los romanos, les pide que no hagan nada para intentar liberarle. Él mismo presenta su martirio como una prueba de la verdad del cristianismo (Carta a los Tralianos, X).
En aquella época, el simple hecho de ser cristiano podía acarrear la muerte. Sin embargo, los romanos no pedían mucho a los cristianos para liberarlos y dejarlos vivir. Les "bastaba" con aceptar sacrificarse a las divinidades del Imperio. Sin la esperanza de la resurrección, tal trato podría haber parecido muy ventajoso. Sólo la certeza de la salvación eterna permitía a los cristianos negarse a transigir con la idolatría y superar su miedo a la muerte y al sufrimiento.
En efecto, creyendo en la resurrección de Jesús -que él proclamaba- y de los que ponían su fe en él, Ignacio demostró que no tenía miedo a la muerte. Esta certeza no es irracional o hipotética, como en otras religiones, sino que se basa en el testimonio de los apóstoles, que anunciaron que se habían encontrado con Jesús resucitado, y que confirmaron su testimonio con su martirio. La generación siguiente, incluido Ignacio, retomó la enseñanza de los apóstoles y la confirmó con su propio martirio. El hecho de que los testigos aceptaran morir por lo que decían haber visto garantiza que este testimonio no es una mentira, que se habría transmitido para obtener algún beneficio.
David Vincent, doctorando en historia de las religiones y antropología religiosa en la École Pratique des Hautes Études.
Ir más lejos:
Ignacio de Antioquía, Cartas, (traducción francesa de P.-Th. Camelot, O.P., París, Le Cerf, 1969).