Rita de Casia perdona al asesino de su marido
En 1404, de regreso a su finca de Roccaporena, cerca de Cascia, en Umbría, Paolo Mancini es asesinado, víctima de una venganza en un contexto de odio político, como tantos había en la Italia de la época. La única testigo de la tragedia es su joven esposa, Rita, que, tras acudir a sus gritos de auxilio, recoge el último aliento de su amado esposo. Ella había visto e identificado perfectamente al asesino. Era costumbre que revelara su nombre a su familia política, para que la muerte de Paolo pudiera ser vengada. Pero, a pesar de las presiones de su familia, Rita calla y se niega, entregando al criminal a la rápida justicia de su clan, a perpetuar el interminable e inexpiable círculo vicioso de las represalias. Sus parientes le hacen pagar esta heroica elección negándole el acceso al convento de las agustinas, donde desea enterrar su dolor. Fue necesaria la intervención divina para abrirle las puertas.
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Razones para creer:
La primera biografía de Santa Rita, escrita por un religioso agustino, el padre Giovanni Giorgio Amici, en 1515, sesenta años después de su muerte, se ha perdido, al igual que la escrita en 1597 por otro religioso de su orden, el padre Canetti. Sin embargo, la obra del padre Canucci se publicó en 1610 y ha llegado hasta nuestros días.
También tenemos un objeto de época de otro tipo, pero de gran valor histórico: el féretro historiado, pintado con escenas de su vida, en el que se depositaron los restos de Rita en 1457 para que los fieles pudieran venerarla. Las escenas representadas en este objeto, así como la inscripción en dialecto umbro, autentifican varios acontecimientos de la vida de Rita.
También existe una copia, expuesta en el monasterio agustino de Cascia, de un gran lienzo pintado hacia 1480, que narra en imágenes los seis episodios considerados más significativos de su vida; el segundo relata las asombrosas circunstancias de su entrada en el monasterio de Santa María Magdalena. Como muchos de los testigos seguían vivos tres décadas después de la muerte de Rita, cabe suponer que los hechos descritos eran de dominio público y se creían ciertos.
Fue necesaria una gran determinación, un extraordinario valor y una extraordinaria caridad por parte de Rita para no dar el nombre del asesino a su familia política, a pesar de las diversas presiones a las que se vio sometida.
Es cierto que Rita ya ha llevado muy lejos su rechazo a la vendetta. Sus suegros, que la echaron de casa para castigarla por su silencio, han obtenido la custodia de sus gemelos, Gian Giacomo y Paolo Maria, para educarlos obsesionados por la venganza. Privaron a Rita de sus derechos maternales con el pretexto de que predicaría el olvido y el perdón. Sin influencia alguna sobre sus hijos e incapaz de evitar que se convirtieran a su vez en asesinos, "asustada por la ofensa que causarían a Dios [...], rogó a la Divina Majestad que le arrebatara a sus hijos si algún día iban a vengar la muerte de su padre " (palabras recogidas en Il breve racconto, publicado con motivo de su beatificación en 1628). Poco después, los dos niños murieron de enfermedad, liberando a su madre de la angustia que la corroía por su salvación eterna y permitiéndole, ya sin ataduras en este mundo, dedicarse a Dios. También aquí se atestigua la veracidad del episodio.
La abadesa del monasterio agustino conocía a Rita desde hacía mucho tiempo y sabía que ya de adolescente se había sentido atraída por el convento. Sin embargo, a Rita, una joven viuda, se le negó la entrada en su casa. El supuesto pretexto fue que la comunidad sólo aceptaba vírgenes; sin embargo, los archivos demuestran que las monjas agustinas recibían a viudas e incluso a mujeres casadas y separadas de sus maridos. Se mintió, pues, sobre la verdadera razón de su negativa: se explicaba por la presencia en el convento de su cuñada, Caterina Mancini, que esperaba, vetando la decisión, obligar a Rita a revelar la identidad de la asesina de Paolo, so pena de permanecer en el mundo. Las dramáticas condiciones de su viudedad, la presión familiar y la muerte de sus hijos fueron terribles calvarios para Rita. Que le nieguen el acceso al último asilo que le quedaba es tanto más duro cuanto que sólo tendría que revelar el nombre del asesino para poner fin a su calvario. Pero ella se niega a hacerlo y lo deja sólo en manos de Dios, esperando que venga en su ayuda. Esta entrega a la providencia demuestra la fe de Rita y revela una virtud de esperanza heroica.
Una prueba indirecta de esta elección heroica se encuentra en un fresco de la iglesia de San Agustín de Norcia, que muestra a una monja, identificada como Rita, suplicando a la Virgen y a su Hijo por un malhechor. Esta representación data de 1462.
Rita se dedicaba a la oración y a las obras de caridad. Por mortificación, subía a menudo a la cima del Schioppo, un peñasco de ciento veinte metros de altura situado en las afueras de Roccaporena. La ascensión era ardua y, en aquella época, peligrosa. Ante las repetidas negativas de los agustinos, Rita empezó a cuestionarse la sensatez de su actitud. Sin saber qué hacer, Rita vio que se le aparecía San Juan Bautista, invitándola a seguirle por el Schioppo.
Aunque estaba muy oscuro y el camino era peligroso, obedeció y subió hasta su oratorio. Al llegar allí, sintió un miedo retrospectivo que la dejó "muy intimidada y ansiosa", pero el Precursor que la había guiado hasta allí la consoló y le dijo que iba a entrar en el monasterio. La reacción de pánico de Rita es la de una persona razonable que sopesa los riesgos, lo que demuestra que no se encuentra en un estado de confusión psicológica ni de exaltación mística.
De repente, junto al Bautista, ve a san Agustín, cuya regla canónica observaban las agustinas de Cascia, y a Nicolás de Tolentino, que pocos años después se convertiría en el primer santo canonizado entre los agustinos. Rita interpretó esta triple aparición como la confirmación de que debía entrar en esta orden, y no en otra, para llevar una vida de mortificación.
Sin saber cómo, Rita se encontró transportada en un instante desde la cima del Schioppo a Cascia -frente a la puerta del convento agustino, si hemos de creer ciertas representaciones antiguas, o directamente dentro del claustro, si nos atenemos a la Tradición-. Este tipo de milagro está autentificado en las vidas de San Martín de Porrès, del padre Lamy y de la madre Yvonne-Aimée de Malestroit, por lo que no es inverosímil en la de Rita.
De lo que no cabe duda es de que en 1407, cualesquiera que fuesen las razones, la admisión de Rita en los Agustinos fue finalmente concedida sin contratiempos, bien porque el Cielo forzó su mano mediante un milagro, bien porque las oraciones de su cuñada desarmaron a Caterina Mancini, que levantó su veto; este milagro de perdón y reconciliación fue quizá mayor que el otro. Rita pasaría los cuarenta años que le quedaban de vida en Santa Maria Maddallena.
Resumen:
Rita Lotti nació el 13 de mayo de 1380 o 1381 en Roccaporena, Umbría, en el seno de una familia de pacieri -abogados especializados en la resolución de litigios, conciliaciones y reconciliaciones-. En contra de su deseo de una vida religiosa, sus padres, de los que Rita era hija única, querían encontrarle un marido rico y poderoso para asegurar su futuro. Hacia 1392, por obediencia filial, cedió a la presión de sus padres y se casó con Paolo di Mancino, o Mancini, hijo de una casa noble de Cascia.
En contra de la creencia popular, Paolo parece haber sido un marido cariñoso, y la vida conyugal de Rita fue feliz durante quince años. Bajo la influencia de su esposa, Paolo se apartó de las sangrientas luchas políticas que socavaban la sociedad italiana, tanto en Cascia como en otros lugares, y se retiró a Roccaporena. Pero escapar del sistema no era fácil, y el alejamiento del joven Mancini de los asuntos de su familia no bastó para protegerle. En 1401, parte de la aristocracia de Cascia se sublevó contra el podestá de la ciudad, que apoyaba a los güelfos -el partido del Papa-, lo que desencadenó una guerra civil en la que Paolo fue asesinado. Convencido por las ideas pacifistas de Rita, había renunciado a salir armado, una imprudencia que le costó la vida y que los Mancini nunca perdonarían a su nuera, sobre todo porque Rita, deseosa de poner fin al círculo vicioso del odio, se negó a denunciar al asesino, aunque lo reconoció.
Viuda, privada de sus hijos, que fueron separados de ella por voluntad de sus suegros y murieron en el umbral de la adolescencia, Rita pidió ser admitida en las monjas agustinas, pero se le denegó por el veto de su cuñada. Fue necesaria la intervención celestial para resolver la situación.
El ingreso en el convento estuvo acompañado de violentas tentaciones carnales y remordimientos amorosos y familiares, contra los que luchó con ayunos y mortificaciones, prefiriendo quemarse cruelmente antes que ceder a la concupiscencia. En esa época, para probar su obediencia, su superiora le ordenó regar dos veces al día una planta de vid marchita, que acabó cubriéndose de hojas y frutos, un deslumbrante milagro en honor a la humildad y perfecta obediencia de la monja. A medida que crecía su fama de santidad, y con ella sus dotes de pacificadora y consoladora, se convirtió en el recurso de muchos en tiempos difíciles.
En 1432, mientras Rita meditaba sobre la Pasión, una espina de la corona de Cristo se incrustó en su frente, formando un estigma sangriento que nunca se cerraría, causándole un sufrimiento atroz y emitiendo un olor tan terrible que incluso sus hermanas se apartaron de ella con repugnancia, y el contacto con el mundo exterior se hizo imposible. Este estigma tan visible permaneció en su cuerpo incorrupto después de su muerte. A petición suya, sólo se lo quitaron temporalmente para permitirle peregrinar a Roma en 1446, con motivo de la canonización de Nicolás de Tolentino, el beato que había venido a confirmar su decisión de unirse a las monjas agustinas de Casia.
Allí murió al año siguiente, el 22 de mayo de 1447. Sus últimos meses estuvieron rodeados de acontecimientos milagrosos, como la floración de un rosal y la aparición de higos en una higuera en pleno mes de enero, que convencieron a la gente de que Rita era la santa de lo imposible. La tradición cuenta que, en el momento de su muerte, las campanas de la iglesia cercana repicaron solas.
Especialista en historia de la Iglesia, postuladora de una causa de beatificación y periodista en diversos medios católicos, Anne Bernet es autora de más de cuarenta libros, la mayoría de ellos dedicados a la santidad.
Más allá de las razones para creer:
La devoción a Rita fue inmediata. En 1628, Roma la beatificó formalmente, y en 1900 fue canonizada.